Cuándo tu adulto mayor tiene un accidente y eres el responsable
Necesitaba escribir esto.
A casi una semana de una seria caída de mi padre aún se me aprieta el pecho y se me descompone el estómago cuando recuerdo el momento. Era el día más soleado, luego de casi dos semanas de lluvia y pensé que debía sacarlo a caminar y aprovechar el calor del sol. Él se sentía bien con sus piernas fuertes y alerta. Mi padre sufre la enfermedad de los cuerpos de Lewy, una condición que combina el Parkinson, la demencia y el Alzheimer. Mientras caminábamos, vi un ave y lo invité a mirarla. Él movió su cabeza hacia atrás y como no tiene flexibilidad en su cuello y torso se cayó golpeándose la cabeza con un ruido que nunca olvidaré. Debido a que ingiere dos anticoagulantes para controlar un coágulo en su pierna, las caídas estaban totalmente prohibidas. El temor era que tuviese sangrado interno.
La cuidadora principal estaba fuera de casa y yo estaba sola. En una casa vecina había dos empleados de construcción. Sin gritar, les hice señas con las manos y luego de unos largos segundos, corrieron para ayudar a levantarlo. Uno de los hombres había servido como paramédico en el ejército y se encargó de papi en lo que llamé a la ambulancia. Afortunadamente el papi se mantuvo tranquilo, cooperador y alerta en todo momento. Entonces llegaron las profesionales de la salud que lo asisten durante el día y sus caras de preocupación destruyeron mi control, poco a poco. Finalmente salimos en ambulancia y yo comencé a llorar.
Pensé que el llanto y el chat de desahogo con unas amigas durante el viaje al hospital serían suficientes para calmarme, pero no. Al llegar le dije al médico que se había caído por mi culpa y que corría peligro ya que ingería dos anticoagulantes, entonces el médico dejó al paciente y me abrazó.
Sus palabras y palmadas en la espalda fueron de mucha ayuda. Me recuperé rápidamente y me dieron el mejor servicio del mundo (si, en Puerto Rico). Dos horas después me explicaban que tenía un pequeño sangrado intracraneal que no debía ser serio, pero había que consultarlo con un neurocirujano para decidir si había que operar. ¡Operar! ¡Una cirugía en el cerebro por mi culpa! Cerraba los ojos y veía la caída en cámara lenta y me sacudía. El médico decidió mantener a mi padre en observación 24 horas y luego harían otro CT Scan para ver si había cambios en el sangrado. Dormí un poco, pensé que tendría pesadillas de la caída pero no fue así. En la mañana sustituí a mi hermano a la sala de emergencias que ahora atendía el triple de pacientes. En medio de ese caos a mi padre le hicieron su segundo CT Scan. Pero en una sala de emergencias atestada los resultados tardaron largas horas. En medio de gritos y quejas de familiares de otros pacientes me mantuve tranquila esperando, solo pensaba: “yo causé la caída, no tengo derecho a quejarme”.
Finamente los estudios revelaron que el sangrado se mantuvo igual y el médico nos dejó ir con la condición de que regresara si veía algún cambio en su comportamiento. Entonces me mostró una gráfica con el pequeño sangrado y me explicó los detalles. Tal vez vio mi cara de horror, porque me tuvo que consolar nuevamente “no es nada, esto nos pasa”. Yo le contesté “como no fue usted el que lo empu… lo dejó caer”. Increíble, por poco le digo que yo lo había empujado. Así de culpable me sentía. El médico me dijo, “Mira, cuando mi niña era pequeña, la levanté por un brazo y se lo disloqué. Entonces, entre gritos, yo mismo se lo tuve que acomodar”. Me convenció. Sin dudas estas cosas nos pasan a todos. Minutos después el otro emergenciologo de turno me agradeció por mi paciencia. Salimos del hospital casi 30 horas después de la caída, inmensamente agradecidos de que no hubo que operar. Esa noche llovió intensamente, luego me enteré que la sala de emergencias se inundó afectando pacientes y equipo.